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Conversando con el Covid 

 

Massimo Recalcati 

 

Mientras oscuras nubes se acumulan en nuestro horizonte, vinculadas a las profundas perturbaciones económicas y sociales de la pandemia, el mapa del sufrimiento psíquico generado del Covid 19 resulta irregular y, de alguna manera, sorprendente. La primera paradoja que registro en mi trabajo clínico es que no solo aumentan los síntomas (angustia, fobias, retraimiento social, insomnio, depresión, dificultades sexuales), sino también formas extrañas de bienestar. 

Para tratar de entender lo que está sucediendo conviene tener presente una observación clínica de Freud: la aparición de un tumor puede curar al sujeto de una grave psicosis. Es algo que estamos experimentando: la irrupción de un real horrible -aquel del tumor o del Covid 19 y sus efectos no solo sanitarios, sino también económicos y sociales- resulta ser mucho más violento que el delirio. Si el psicótico vive separado de la realidad, el trauma del tumor o del virus lo regresa bruscamente a una realidad que no puede ser más ignorada, liberándolo, paradójicamente, de su angustia más delirante. En pocas palabras, ¡la realidad se habría vuelto más delirante que el mismo delirio! 

Por lo tanto, no debería ser sorprendente que cuadros subjetivos gravemente afectados, muestren signos de mejoría en condiciones como las que estamos viviendo.  Lo mismo sucede, al menos en mi experiencia, con aquellos pacientes jóvenes que desde hace años viven voluntariamente aislados del mundo, recluidos en su cuarto, separados de cualquier forma de relación social que, con la nueva condición de vida establecida por las medidas del distanciamiento social, manifiestan, en cambio, un inesperado retorno a la socialización, al diálogo con sus padres, a la reapertura de su vida. Leo, en este cambio de posición, una enseñanza: retornan a la relación justo cuando las relaciones están prohibidas, pero, sobre todo, cuando surgen despojadas de cualquier contenido performativo. 

Al contrario, para todos aquellos que de diferentes maneras vivían la obligación de relacionarse como una fuente permanente de malestar, el Covid 19 ha permitido el refugiarse en sus propias casas. En estos casos, la cuarentena no ha sido una pesadilla, sino la realización de un sueño: vivir solitarios sin tener que soportar más el peso psíquico de las relaciones, transformando la propia casa en una madriguera.

No es entonces tan infrecuente -y ello es un nuevo síntoma provocado por la epidemia- comprobar la dificultad generalizada a regresar a lo abierto y abandonar lo cerrado. Nada como el confinamiento logró el espejismo de la descontaminación y la seguridad absoluta.

El distanciamiento social no solo se manifiesta como exigencia sanitaria, sino también como un fantasma arcaico del ser humano: evitar lo extraño, lo abierto, lo desconocido. No hay duda de que para ciertos sujetos el confinamiento resultó ser una solución radical al problema de las relaciones. Una nueva pulsión claustrofílica se ha desarrollado a un lado de la angustia claustrofóbica, que ha llevado a muchos, por el contrario, a desear regresar lo más pronto posible a lo abierto.

Obviamente están las evidentes problemáticas que son mucho más numerosas: angustia de empobrecimiento, vinculada a la precarización de la vida, angustia depresiva acompañada de fenómenos de insomnio, crisis de pánico, impotencia sexual, diversas somatizaciones. Se trata de una configuración depresiva específica que en lugar de sufrir el peso del pasado -el depresivo vive siempre a la sombra de eso que siente haber perdido en el propio pasado-, muestra cuánto el sentimiento de la pérdida implica nuestro futuro, realizándose en la fantasía apocalíptica de no encontrar más el mundo como lo conocíamos antes. 

Incluso, para aquellos cuyo narcisismo necesitaba el espejo de los otros para mantener la propia vida vivible, el confinamiento ha tenido un efecto depresivo, marcado por la triste retirada de su imagen marchita, privada del nutriente necesario de la mirada de los otros. En estos casos, ha proliferado el recurrir a la comida, al alcohol, o cualquier otra substancia, unido a una irritabilidad de fondo. Particularmente, la comida resulta el instrumento más fácil, al alcance de la mano, para compensar un defecto en la gratificación social.

La cuarentena ha puesto a prueba nuestros recursos emocionales más profundos. Impuso una benéfica desintoxicación psíquica de nuestra hiperactividad y dependencias cotidianas más innecesarias, obligándonos a una especie de introversión obligatoria.  

Por esta razón, la frustración vinculada a la privación de la libertad ha golpeado sobre todo a los jóvenes y a los niños y, en segundo momento, a los adultos muy parecidos a estos, es decir, más incapaces de cultivar intereses profundos sin recurrir a la convivencia del encuentro o a la socialización. 

Con la reapertura progresiva, será muy probable esperar un aumento considerable de las fobias sociales. Un paciente gravemente obsesivo me ha contado que, al salir de casa por vez primera, después de una larga cuarentena, ha visto con sorpresa que el mundo se parecía a su síntoma: angustia de contaminación, ritualización, lavado frecuente de manos, obsesión por lo sucio, distanciamiento y evitación del contacto con sus semejantes. “Me sentí como en casa”, ha concluido, no sin una cierta satisfacción. 

Editorial publicada originalmente en el diario italiano La Repubblica, Parlando con el Covid (14/05/2020) traducida al español por Camilo E. Ramírez, con autorización del autor.