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Entrenando con Platón*

 

Massimo Recalcati

 

 

Pocos saben que el filósofo griego también fue un luchador. Porque el pensamiento nunca debe separarse del cuerpo. Como lo demuestra el ensayo de Simone Regazzoni

 

Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo, cuando se trata, en cambio, de transformarlo. Afirmaba Marx en la célebre tesis XI sobre Feuerbach. En su último libro, Simone Regazzoni[1], alumno original de Derrida -a cuya obra ha dedicado sus estudios más destacados- autor polifacético de ensayos y novelas, practicante de artes marciales, retorna, a su manera, sobre la crítica a la filosofía como práctica puramente teorética de contemplación separada de la vida.

Su tesis principal es fuerte y clara: hasta hoy los filósofos han pensado el cuerpo, ahora se trata de entrenarlo. Por esta razón, el objeto de su aguda critica es lo que Mishima definía como “el filósofo de escritorio”, que piensa olvidando el propio cuerpo. Error capital, según Regazzoni, que implica una escisión sintomática entre el alma y el cuerpo, entre el pensamiento y la existencia.

El Occidente creyó erróneamente identificar esta separación diabólica en Platón. El filósofo que en el Fedón describe efectivamente al cuerpo como una “cárcel del alma”, como una “locura” de la cual requeriría emanciparse. Sin embargo, en su trabajo Regazzoni muestra la existencia de otro Platón respecto al tan conocido filósofo de la teoría de las ideas.

Su nombre verdadero, Aristocles, fue sustituido por su maestro de lucha con el apodo de Platón, que significa “hombre de espalda robusta”. El Platón de Regazzoni, por lo tanto, nace, no en la Academia representada espiritualmente por Rafael en su célebre Escuela de Atenas, sino en un gimnasio. Era, como lo atestiguan indudablemente las fuentes, un luchador, practicante del pancracio.

Para este “otro Platón” el cuerpo no es el soporte pasivo del pensamiento, sino su condición imprescindible. No la mano (Heidegger), el rostro o la caricia (Lévinas), sino el puño, la lucha, el cuerpo tomado de su dimensión carnal, mas también competitiva, el cuerpo empeñado en su entrenamiento, el cuerpo viviente. “En el origen de la filosofía en Grecia, hay un filósofo-luchador que se entrena en el gimnasio”, escribe Regazzoni. Pero ¿qué está en juego en el gimnasio de Platón, en el cuerpo empeñado en la experiencia del entrenamiento?  

No es simplemente -como quisiera una retórica maligna - el ejercicio salvaje de la violencia, el potenciamiento sobrehumano del Yo, la exaltación del cuerpo como un arma de combate. La lucha en la cual el cuerpo insiste en el entrenamiento, como lo piensa Regazzoni es un cuerpo luchando con sus propios límites, con sus propios fantasmas, con la propia capacidad de resistencia. Es un cuerpo que se convierte en filosofía, experiencia en acto de transformación de la vida.

Entrenarse no significa, en efecto, perseguir un ideal narcisista de sí, sino comprometerse en una lucha con los propios miedos y la propia oscuridad. Es una enseñanza que viene de Platón el luchador: el cuerpo del atleta es áskesis, ejercicio, cuidado de sí, en el sentido foucaultiano del término, o arte de la vida. El pensamiento no surge, por lo tanto, del escritorio, sino de donde algo está en lucha. “La superficie bidimensional de la página no puede agotar el espacio de la filosofía”. Se trata sobre todo de aprender “a pensar con los pies en la tierra”.

Entonces, entrenar significa captar la verdad no como una abstracción sino como un evento a través del propio cuerpo. El cansancio no está solo en el concepto, como creía Hegel, sino en el cuerpo que suda, salta, golpea y se esfuerza. En este sentido “el logos no es hijo del logos, sino de todos los efectos de los propios pies”. Por esta razón, como explica Regazzoni en páginas ricas de gran intensidad y referencias autobiográficas “solo en el agotamiento de mí mismo, de mi identidad, en el estar exhausto, toco mi límite y accedo a la superación de mí mismo”

Ningún culto de exaltación del ego, sino más bien, encuentro con el propio agotamiento, experimentando una intensidad vital en la prueba de la lucha, sobre todo conmigo mismo. El cansancio, el esfuerzo, la prueba de entrenamiento exige resistencia. No cuenta la opresión del oponente (En este libro el adversario de lucha siempre es definido como “compañero”) sino una “elevación” a la cual podemos dar el nombre de “alegría”.

El amplificar los propios límites, no caer en la tentación de separar el pensamiento de la vida, el no dejarse vencer por el miedo. En juego está aquella forma de inteligencia que los griegos llamaban metis y que encontramos activa en todos los procesos creativos. Es una inteligencia que nos libera de la sombra de la filosofía de escritorio y nos sumerge en la práctica, en el movimiento, en un saber hacer que no puede existir sin cuerpo. Porque, como escribe Feuerbach, citado por Regazzoni, “solo la verdad hecha carne y sangre es verdad”.

Artículo publicado en el periódico El Porvenir (6.11.2020) 


* Artículo publicado originalmente el diario italiano La Repubblica (3. Octubre. 2020) Traducido al español por Camilo E. Ramírez, con autorización del autor. https://rep.repubblica.it/pwa/robinson/2020/10/03/news/allenarsi_con_platone-269224647/

[1] Regazzoni, Simone La palestra de Platone: filosofía come allenamento. Milano: Ponte Alle Grazie, 2020. (N. del T.)


 

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EL NUEVO A.NORMAL [1]

 

Jorge Forbes*

 

EL VIRUS VA A PASAR, NUESTRA RELACIÓN CON LO INTANGIBLE, NO. NINGUNA “NUEVA NORMALIDAD” VA A TAPAR EL AGUJERO DE LA INCOMPLETUD HUMANA

Fuimos tomados por sorpresa. Comenzamos a vivir sin previsión. Perdimos todos los nortes. ¡Estamos desorientados!

Una sola pregunta flota en el aire de todos los medios: ¿Cómo será el mundo post pandemia? Solo se habla de una llamada: “nueva normalidad”, es decir, se busca desesperadamente rehacer las normas de vida que fueron sacudidas, con la engañosa certeza de que todo se va a resolver con algunos ajustes, con algunos arreglos del tipo: trabajar a distancia, salir de los grandes centros, utilizar mejor la tecnología, entretejer la vida familiar con la vida laboral, etc. Es verdad que eso sucederá, que ya está sucediendo. Ahora, el problema es pensar que todo se resolverá cambiando la ropa de cajón, reacomodando la vida en nuevos estantes del armario llamado “nueva normalidad”. Es poco, demasiado superficial e insuficiente para comprender la revolución que está aconteciendo.

El virus va a pasar, nuestra relación con lo intangible, no. Ninguna “nueva normalidad” va a tapar el agujero de la incompletud humana, abierta de par en par en esta pandemia. Sabemos muchas cosas, podemos muchas cosas, pero no será suficiente para saberlo todo, para poderlo todo. Nuestro progreso jamás abolirá la sorpresa, la oportunidad de lo mejor o lo peor, parodiando el famoso verso de Mallarmé.

Una nueva era se inaugura, una nueva Tierra, TIERRADOS. Esta nueva era tiene como especificidad la búsqueda de la armonía con lo intangible, con lo que no conozco, con lo que impacta, con lo que no tiene nombre ni nunca tendrá. Las eras éticas, ya esbozadas en esta columna, nos orientan sobre las cuatro armonías históricamente anteriores. Primero, la armonía con la naturaleza; después, la armonía con Dios; en seguida, la armonía con la razón; recientemente, la armonía consigo mismo y, finalmente, hoy, la armonía con lo intangible.

De todas esas armonías, esta es la más frágil, móvil, flexible e inestable. Ella requiere de la implicación de cada uno en las decisiones singulares de su forma de vivir. Como el mundo es incompleto sobre las respuestas sobre el bien vivir, cada persona es responsable de sus movimientos éticos esenciales: inventar una respuesta donde no existe y responsabilizarse por pasarla al mundo. Invención y Responsabilidad forman IR -si me permiten destacar esas dos siglas iniciales.

En esa misma línea, solo nos queda desear que la defensiva, reaccionaria y acomodativa “nueva normalidad” no nos regrese de nuevo al congelador de las comidas listas para recalentar. Que no perdamos la oportunidad -siendo más anormales- de ser responsablemente creativos y creadores de un nuevo mundo.

 


[1] Artículo publicado originalmente en el No. 141 de la revista HSM Managment, “O novo a.normal” (29. Julio.2020) pág. 71. https://www.revistahsm.com.br/post/o-novo-a-normal traducido al español por Camilo E. Ramírez, con autorización del autor.

* Jorge Forbes es psicoanalista y psiquiatra. Doctor en psicoanálisis y medicina. Autor de varios libros, especialmente sobre el tratamiento de los cambios subjetivos de la postmodernidad. Recibió el premio Jabuti en 2013. Es creador y presentador del programa TerraDois, de TV Cultura, elegido el mejor programa en 2017 por la Asociación Paulista de Críticos de Arte (APCA)

 


 

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Memoria,

una obra de Anish Kapoor*

 

 

Jorge Forbes 

 

Obra contemporánea del escultor hindú expuesta en el Guggenheim hace que los clásicos envejezcan.

 

El relato a continuación es el de un día en Nueva York, el miércoles 4 de noviembre de 2009, bajo el impacto de una visita al Museo Guggenheim, para ver la obra “Memoria” de Anish Kappor. Como podría haber dicho Hegel -la obra de arte es la representación estética de un concepto. En este caso y en esta obra, el concepto de Real en Jacques Lacan; Real como lo inaprehensible, como lo intangible que, por no poder tener un nombre, regresa siempre al mismo lugar. Real que impacta actuando sobre el cuerpo del observador, tocándolo.

La escultura de Anish Kapoor, exhibida en el Guggenheim de Nueva York, es mayor que la sala donde está instalada. Ella es más grande de aquello que se pueda ver. De ningún ángulo el visitante puede verla completamente, solo se apropia de partes de ella. Además de eso, como la arquitectura de Frank Lloyd Wright, no es cartesiana, en el sentido de facilitar que alguien se ubique; se convirtió en juego ayudar a las personas angustiadas a encontrar la próxima sala, desde donde pudieran ver un poco más aquella cosa extraña.

Ella, la obra, de cierta manera tiene un interior y un exterior. Por fuera, es toda de hierro rojo, un casco curvo de navío o una gran pieza de motor que recuerda a Richard Serra, con la diferencia que ahí el hierro está recortado y no continuo, como esculpe el americano.  En el interior, nada más que un vacío negro. Lo curioso es que se esperaría, una vez que toda la pieza es curva, que su boca también fuera redonda. Pero o, es cuadrada. Al entrar a una de las salas se ve un cuadrado negro recortado en la pared. Al aproximarse se percibe el vacío del interior del objeto. Negro, totalmente negro. De cerca, un espejo al infinito, de lejos, un bello cuadro monocromático.

Ella está allá, como el artista la llamó, la Memoria está allá. Como toda memoria, ella misma, de hierro, se nos escapa, y cuando finalmente encontramos su entrada, damos un paso atrás frente al agujero, cuadrado y negro, que mueve al visitante. Permanecer cauteloso en la admiración, acercarse a la memoria delicadamente con saudade[1], como dicen los brasileños.

Al salir de la sala, nos separamos de la Memoria, incluso para nuevos excelentes encuentros, como con Kandinsky, después ahí a un lado, en una maravillosa retrospectiva; salimos con la certeza que hay algo nuevo en el arte: una exposición de lo incompleto. Fenómeno coherente con este tiempo de lo humano, igualmente incompleto en su historia y en sus frágiles certezas.

Kapoor hizo una Memoria para olvidar la garantía del encuentro nostálgico del pasado, pidiendo, en lo vertiginoso de la postmodernidad, la invención de un futuro.

Movido por una duda, regresé al día siguiente a la sala de la Memoria donde solo estaba el ya mencionado cuadro negro: ¿Acaso alguien se habrá tropezado en la Memoria? Al llegar vi que ahora había un guardia al lado del agujero. Le pregunté por qué estaba ahí y me respondió: - Para que nadie más se caiga en el agujero de la Memoria, como le pasó a una joven ayer por la tarde.

 


* Traducido al español del portugués por Camilo E. Ramírez con autorización el autor.

[1] Se decidió mantener el término del original portugués saudade por lo intransmisible de dicho vocablo en español. La riqueza semántica de “saudade” implicaría que colocásemos diversos adjetivos en una sola palabra, inexistente en lengua castellana, que pudiese englobar: deseo, anhelo, nostalgia, extrañar, añoranza, además de disfrutar o gozar del recordar aquella experiencia o memoria que se recuerda (N. del T.)

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El virus estable*

 Esper Kallás

 

¿El nuevo coronavirus modificará su capacidad de transmisibilidad o causar enfermedad?

 

Hablemos sobre el virus.

Desde el inicio de la pandemia del Covid-19, mucho se especuló sobre la capacidad de mutación del Sars-CoV-2, el virus causante de la enfermedad. Existía una preocupación que el nuevo coronavirus pudiera sufrir mutaciones y, por ello, ser más transmisible de persona a persona. Se sugirió, inclusive, que pacientes de una determinada región estarían muriendo más de Covid-19, porque ahí el virus se habría vuelto más agresivo.

Muchos guiones de películas, así como narraciones de libros de ciencia ficción sobre enfermedades y pandemias, presentan historias alarmantes sobre mutación viral. En ese sentido, cuando la vida se aproxima a la ficción -tal como ahora parece ser el caso- es natural que tengamos tales preocupaciones, temores e incertezas. ¿Pero estas preocupaciones son reales? ¿La mutación viral, como la de las películas, es solo un cuento? He aquí los hechos.

El virus tiene un objetivo: multiplicarse. Y lo hace al entrar en una célula, usando sus insumos como un parásito. En seguida, los virus recién formados salen de la célula y buscan las células vecinas para comenzar todo de nuevo. Cuanto más consigue hacerlo, deja más descendientes.

No se debe, por lo tanto, antropomorfizar un virus: él no es más o menos inteligente, no ataca más o menos simplemente porque quiere, ni tampoco planea salvar o sacrificar a su huésped. El virus evoluciona solamente para ser transmitido y multiplicarse. El problema es que una pequeña minoría de los virus existentes hacen esto causando enfermedades. Infelizmente, es lo que sucede con el nuevo coronavirus.

El Sars-CoV-2 posee un material genético extenso. Son aproximadamente 29 mil posiciones de codificación (llamadas bases nitrogenadas), número que es considerado grande, especialmente comparado con otros virus, como el VIH. Para ser más precisos: el material genético del Sars-CoV-2 es casi tres veces mayor que el del VIH.

Otra cosa que sabemos es que el Sars-CoV-2 si es capaz de modificar su código genético. En otras palabras, este es un virus que puede mutar. 

Sin embargo, el nuevo coronavirus tolera un número limitado de modificaciones en su material genético. Los cambios importantes en la coordinación de la multiplicación generan errores que le impiden completar su ciclo. Y eso es lo que parece ocurrir con el Sars-CoV-2. La mayoría de las mutaciones que suceden en su evolución son mínimas y no alteran la estructura del virus, mientras que la mayor parte del material genético sirve para controlar su multiplicación.

Las decenas de miles de secuencias genéticas del virus obtenido de pacientes con Covid-19 en todos los continentes, comprueban que este tolera muy poco las variaciones. En resumen, es un virus que cambia poco. Hasta ahora, las pocas mutaciones observadas sirven más para decirnos cuál es el camino recorrido por el virus y nada más.

No es posible predecir la transmisibilidad del nuevo coronavirus, ni de otros virus basándose solo en la secuencia genética. Únicamente la observación de su transmisión entre las personas será capaz de esclarecer esta información. Y, hasta este momento, el patrón se ha mantenido.

¿Se encontró alguna modificación que alteró la capacidad del virus para transmitirse? Hasta ahora no. De hecho, las tazas de transmisión pueden variar en diferentes lugares, lo que parece estar relacionado con las condiciones sociodemográficas, la movilidad, el distanciamiento social y el uso de cubrebocas.

¿El Covid-19 tiene características diferentes en países diferentes? Tampoco. Los síntomas de la enfermedad descritos en China, en Italia, en los Estados Unidos y en Brasil son bastante semejantes. Los factores de riesgo vinculados a la enfermedad también son los mismos.

Todo esto quiere decir que estamos ante un virus estable, que es transmitido de forma semejante por donde se extiende, causando una enfermedad parecida en todos estos lugares.

A pesar de estar viviendo tiempos que se asemejan mucho a una historia de ciencia ficción, la verdad es que, en lo que respecta a la mutación genética, el enredo de la vida real no se asemeja al cine ni a la literatura: el nuevo coronavirus no sufrió mutaciones capaces de cambiar sus principales características durante el curso de esta pandemia. Si ello sucediera, sería un hecho sin precedentes.

Esper Kallás

Médico infectólogo, es profesor titular del departamento de enfermedades infecciosas y parasitarias de la Facultad de Medicina de la Universidad de Sao Paulo (USP) e investigador en la misma universidad.

 


* Artículo publicado originalmente en el diario brasileño Folha de S. Paulo (Sao Paulo, Brasil, 2/06/2020) traducido al español por Camilo E. Ramírez. 
 

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Conversando con el Covid 

 

Massimo Recalcati 

 

Mientras oscuras nubes se acumulan en nuestro horizonte, vinculadas a las profundas perturbaciones económicas y sociales de la pandemia, el mapa del sufrimiento psíquico generado del Covid 19 resulta irregular y, de alguna manera, sorprendente. La primera paradoja que registro en mi trabajo clínico es que no solo aumentan los síntomas (angustia, fobias, retraimiento social, insomnio, depresión, dificultades sexuales), sino también formas extrañas de bienestar. 

Para tratar de entender lo que está sucediendo conviene tener presente una observación clínica de Freud: la aparición de un tumor puede curar al sujeto de una grave psicosis. Es algo que estamos experimentando: la irrupción de un real horrible -aquel del tumor o del Covid 19 y sus efectos no solo sanitarios, sino también económicos y sociales- resulta ser mucho más violento que el delirio. Si el psicótico vive separado de la realidad, el trauma del tumor o del virus lo regresa bruscamente a una realidad que no puede ser más ignorada, liberándolo, paradójicamente, de su angustia más delirante. En pocas palabras, ¡la realidad se habría vuelto más delirante que el mismo delirio! 

Por lo tanto, no debería ser sorprendente que cuadros subjetivos gravemente afectados, muestren signos de mejoría en condiciones como las que estamos viviendo.  Lo mismo sucede, al menos en mi experiencia, con aquellos pacientes jóvenes que desde hace años viven voluntariamente aislados del mundo, recluidos en su cuarto, separados de cualquier forma de relación social que, con la nueva condición de vida establecida por las medidas del distanciamiento social, manifiestan, en cambio, un inesperado retorno a la socialización, al diálogo con sus padres, a la reapertura de su vida. Leo, en este cambio de posición, una enseñanza: retornan a la relación justo cuando las relaciones están prohibidas, pero, sobre todo, cuando surgen despojadas de cualquier contenido performativo. 

Al contrario, para todos aquellos que de diferentes maneras vivían la obligación de relacionarse como una fuente permanente de malestar, el Covid 19 ha permitido el refugiarse en sus propias casas. En estos casos, la cuarentena no ha sido una pesadilla, sino la realización de un sueño: vivir solitarios sin tener que soportar más el peso psíquico de las relaciones, transformando la propia casa en una madriguera.

No es entonces tan infrecuente -y ello es un nuevo síntoma provocado por la epidemia- comprobar la dificultad generalizada a regresar a lo abierto y abandonar lo cerrado. Nada como el confinamiento logró el espejismo de la descontaminación y la seguridad absoluta.

El distanciamiento social no solo se manifiesta como exigencia sanitaria, sino también como un fantasma arcaico del ser humano: evitar lo extraño, lo abierto, lo desconocido. No hay duda de que para ciertos sujetos el confinamiento resultó ser una solución radical al problema de las relaciones. Una nueva pulsión claustrofílica se ha desarrollado a un lado de la angustia claustrofóbica, que ha llevado a muchos, por el contrario, a desear regresar lo más pronto posible a lo abierto.

Obviamente están las evidentes problemáticas que son mucho más numerosas: angustia de empobrecimiento, vinculada a la precarización de la vida, angustia depresiva acompañada de fenómenos de insomnio, crisis de pánico, impotencia sexual, diversas somatizaciones. Se trata de una configuración depresiva específica que en lugar de sufrir el peso del pasado -el depresivo vive siempre a la sombra de eso que siente haber perdido en el propio pasado-, muestra cuánto el sentimiento de la pérdida implica nuestro futuro, realizándose en la fantasía apocalíptica de no encontrar más el mundo como lo conocíamos antes. 

Incluso, para aquellos cuyo narcisismo necesitaba el espejo de los otros para mantener la propia vida vivible, el confinamiento ha tenido un efecto depresivo, marcado por la triste retirada de su imagen marchita, privada del nutriente necesario de la mirada de los otros. En estos casos, ha proliferado el recurrir a la comida, al alcohol, o cualquier otra substancia, unido a una irritabilidad de fondo. Particularmente, la comida resulta el instrumento más fácil, al alcance de la mano, para compensar un defecto en la gratificación social.

La cuarentena ha puesto a prueba nuestros recursos emocionales más profundos. Impuso una benéfica desintoxicación psíquica de nuestra hiperactividad y dependencias cotidianas más innecesarias, obligándonos a una especie de introversión obligatoria.  

Por esta razón, la frustración vinculada a la privación de la libertad ha golpeado sobre todo a los jóvenes y a los niños y, en segundo momento, a los adultos muy parecidos a estos, es decir, más incapaces de cultivar intereses profundos sin recurrir a la convivencia del encuentro o a la socialización. 

Con la reapertura progresiva, será muy probable esperar un aumento considerable de las fobias sociales. Un paciente gravemente obsesivo me ha contado que, al salir de casa por vez primera, después de una larga cuarentena, ha visto con sorpresa que el mundo se parecía a su síntoma: angustia de contaminación, ritualización, lavado frecuente de manos, obsesión por lo sucio, distanciamiento y evitación del contacto con sus semejantes. “Me sentí como en casa”, ha concluido, no sin una cierta satisfacción. 

Editorial publicada originalmente en el diario italiano La Repubblica, Parlando con el Covid (14/05/2020) traducida al español por Camilo E. Ramírez, con autorización del autor.

 


 

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La curva de la angustia[1]

 

 

Massimo Recalcati

 

La primera angustia fue persecutoria: el miedo al contagio, la enfermedad y sus riesgos. Si el peligro del contagio está potencialmente por todas partes, ha sido necesario el distanciamiento social para detener su presencia intrusiva. Mi prójimo se ha revelado -no por motivos ideológicos, sino científicos- como un peligro, reactivando el miedo arcaico hacia lo extraño y desconocido.

 

Cuando el primer decreto gubernamental, vinculado a la emergencia de la epidemia, comprimió nuestra libertad en la reclusión en nuestros hogares, solo se ha resuelto provisionalmente, la primera angustia. Dicha determinación se tradujo inicialmente en un sentimiento inédito de solidaridad y de unidad nacional. El trauma colectivo, en lugar de separarnos en el dolor, ha hecho que nuestras vidas sean más unidas. Nos sentimos unidos en una comunidad conformada por soledades. Una especie de "narcisismo de equipo" se ha desarrollado positivamente para luchar contra la miseria de una enfermedad que ha demostrado ser mucho más agresiva y temible, a lo que inicialmente se creyó y las muertes que con el tiempo se han acumulado. El nosotros ha prevalecido sobre el yo, el carácter individualista de la libertad ha dejado el lugar a la idea colectiva de la liberad como solidaridad. 

 

Sin embargo, detrás de la puerta se ocultaba otra angustia. Ya no la del riesgo del contagio, ni la de la privación de la libertad, sino aquella mucho más insidiosa y catastrófica de la pérdida del mundo. Esta nueva angustia ya no se manifiesta como vivencia persecutoria de intrusión -ser contagiados por el virus- sino adquiere el carácter de una especie de luto colectivo. Hemos perdido nuestro mundo, nuestra rutina, la posibilidad de vivir juntos como antes. Es la atmosfera francamente depresiva a la que todos hemos llegado frente al retrato de las ciudades del mundo transformadas en desiertos. La configuración de esta segunda angustia ha confirmado la experiencia apocalíptica del fin del mundo: nuca volverá a ser como antes. 

 

De modo que los cambios que la epidemia nos impone no solo serán medidas temporales, sino que alterarán inevitablemente nuestra vida colectiva. Por lo tanto se abre una nueva angustia, la más actual: la verdadera constricción no es más la de la reclusión, sino aquella de la necesaria convivencia con el virus. Desde el punto de vista social, esto significa reducir a los sujetos más frágiles a una condición de total dependencia y arrojar a la impotencia aquellos con un potencial generativo mayor. Para los primeros la angustia es la del abandono, para los segundos, la de la inmovilidad. Para unos, la angustia es la de la supervivencia, para los otros, aquella de la muerte profesional y emprendedora. El punto es que nos cuesta trabajo acostumbramos a la idea que reanudar no puede significar comenzar terminada la “guerra”. Esta es una imagen tranquilizadora de tipo regresivo. Se proyecta en un futuro próximo finalmente libre de la angustia del virus. Sin embargo, todo trauma siempre deja restos que no pueden ser del todo eliminados. 

 

Debemos acostumbrarnos al intruso, a un gobierno que no puede ser más que solo provisorio de su amenaza. Nuestra fantasía, sería en cambio, la de un verdadero inicio libre de la presencia incómoda del virus. Pero es una fantasía infantil: separar tajantemente el bien y el mal, para liberar nuestra vida de la angustia que implica su presencia compartida. La nueva angustia es la de la reapertura de la vida en un tiempo de inevitable convivencia colectiva con el mal. Es aquella de una reapertura a la vida tanto necesaria como incierta, fatalmente expuesta al riesgo.  

 

El deber de una comunidad es ciertamente la protección de la vida, sobre todo de los sujetos más frágiles, pero también es - como sucede en el mito bíblico del profeta Noe, sobreviviente de la catástrofe del diluvio- de saber sembrar la viña. Las mejores partes de nosotros y de nuestro País son aquellas que se asemejan a Noe; el “resto salvado” de la destrucción, de la fuerza positiva que resiste a la devastación del mal. Pero en nuestro caso la viña exige ser sembrada, a pesar de que al rededor aún haya muerte y destrucción. No podrá ser al final del diluvio, sino en una zona de tránsito fatalmente incierta. Esta es la durísima prueba de realidad que exige este trauma colectivo, que no se puede posponer. Es la angustia de no conseguir representarnos cómo seremos y en qué nos convertiremos, en un tiempo que no permite separar el pasado traumático del futuro del reinicio. Es la zona inestable de en medio que estamos transitando: no la luz o la oscuridad, sino la luz oblicua en la oscuridad; no el miedo o el coraje, sino el coraje en el miedo. No podremos ser más aquello que hemos sido, pero todavía tampoco sabemos bien en qué podremos convertirnos. 

 

Lo que es seguro es que lo que seremos no ha sido ya, no podrá ser aquello que ya hemos sido. No más después de este trauma. Este es nuestro mayor miedo. Pero como bien decía Jung: “Ahí donde el miedo es mayor, está nuestra tarea”



[1] Editorial publicada originalmente en el diario italiano La Repubblica, La curva dell’angoscia (12/04/2020) traducida al español por Camilo E. Ramírez, con autorización del autor.

 


 

  

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Tener miedo se convirtió en una virtud[1]

 

Jorge Forbes 

 

Para el psicoanalista Jorge Forbes pasamos a tener miedo de todo, de la capa de ozono al gluten. Ese es el precio que pagamos por vivir en una sociedad occidental libre.

 

Estamos viendo la cancelación de eventos con mucha anticipación. ¿El pánico por el coronavirus es justificado?

Vivimos una epidemia del miedo. Tenemos miedo de todo: de la capa de ozono, del gluten, del sexo, a caminar en la calle. Desde una perspectiva occidental, de una sociedad de formación europea, tuvimos la ruptura de un modelo estandarizado, jerárquico, orientado por la autoridad del padre. Hoy vivimos en una sociedad mucho más libre, flexible, múltiple, líquida, sin ataduras. Al romper esas normas, pasamos a tener enfrente múltiples opciones, a vivir en una sociedad de decisiones. Al inicio, ello puede generar mucha felicidad, una gran libertad. Hasta advertir que, al elegir una posibilidad, perdemos otras nueve opciones, lo que se convierte en motivo de angustia.

 

¿Cuál es la consecuencia de esa angustia?

Una de las consecuencias es que la ética del miedo inmoviliza la creatividad humana, congela nuestras actitudes. Es el tal FOMO (siglas en inglés para “Fear of missing out”), el miedo de estar fuera de las cosas legales y eso nos paraliza. Lo contrario del miedo es el entusiasmo. El miedo es seguro, el entusiasmo, un riesgo.

Cuando tenemos miedo no creamos nada. La creatividad implica riesgos, y cuando tenemos miedo, quedamos anticipándonos, entumecidos, sin querer salir de nuestra zona de confort. En ese momento, surgen los riesgos, aquellos que explotan nuestros miedos, los exorcismos de los ministros de esquina[2], los libros de auto ayuda.

 

¿Cómo podemos protegernos de ese miedo y salir de esa imposibilidad?

La ansiedad de vivir en una época sin modelos fijos lleva a las personas a exigir símbolos de unificación. Entorno al miedo, nos unimos, procuramos vivir una experiencia común, con personas con dificultades semejantes. Creamos lazos hasta con personas que no conocemos. En el caso del coronavirus, llega incluso a existir un uso lúdico del cubrebocas – es un elemento que nos une en una comunidad, en una tribu. Quien usa cubrebocas se volvió en parte de una pandilla que no fue infectada y que no desea ser infectada.

 

Las personas están dejando de viajar y encerrándose en su país. ¿Esto puede aumentar las reacciones, como racismo y antiglobalización?

Creo que sí. Estamos muy perdidos, tomados por una histeria. Veamos la llegada de los brasileños regresando de China, quedaron en cuarentena, fueron tratados como el Papa en visita a Brasil. Sí, el miedo puede crear nuevas formas de racismo, ahora ante ciertas nacionalidades: china, italiana, iraní. Antes, el mundo era más organizado, estaba dividido en identidades, hasta que vino la globalización y cuestionó todos esos valores. La convivencia se impuso, y con ello, tuvimos que lidiar con las diferencias. Pero esto es demasiado difícil.

 

¿El miedo cambia con la edad?

La verdad es que hubo una inversión. Cuando éramos pequeños -para quien tiene más de 40 años- nuestros padres decían que tener miedo era cosa de niños. Los adultos se colocaban en una posición de coraje, nos decían que cuando creciéramos perderíamos el miedo. Crecimos y finalmente nos volvimos más medrosos. El miedo se convirtió en prudencia, en virtud.

 


[1] Entrevista publicada originariamente bajo el titulo Ter medo virou uma virtude en revista Exame, año 54, No. 5, edición 1205, Sao Paulo, Brasil. (18.03.2020) Traducido al español por Camilo E. Ramírez, con autorización del entrevistado (N. del T.)

[2] En Brasil, como en muchos países latinoamericanos, proliferan los ministros religiosos de diversas confesiones y prácticas, tanto de inspiración cristiana como no cristiana. Por lo que en diversas ciudades es común ver en cada esquina innumerables opciones en esta materia. (N. del T.)


 

 

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La nueva hermandad*

 

Massimo Recalcati** 

 

Los nazis nos han enseñado la libertad, escribió una ocasión Jean Paul Sartre, después de la liberación de Europa del fascismo nazi. ¿Para apreciar verdaderamente algo como la liberad, requeriremos, por lo tanto, perderla y luego reconquistarla? ¿No está sucediendo acaso algo similar con la terrible pandemia del coronavirus? Su despiadada lección desmantela de manera extremadamente traumática la concepción más común y banal de la libertad. La libertad no es -contrario a nuestra ilusoria creencia- una especie de “propiedad”, un atributo de nuestra individualidad, de nuestro Yo, no coincide de hecho con la inestabilidad de nuestros caprichos. Si así fuese, todos nosotros estaríamos, hoy, despojados de nuestra libertad. Veríamos en nuestras ciudades desiertas, la misma agonía a la que se nos ha confinado. ¿Pero, si en cambio, la propagación del virus nos obligase a modificar nuestra mirada, tratando de advertir todos los alcances de dicha concepción “propietaria” de la libertad? Es precisamente sobre este punto que el Covid-19 enseña algo extremadamente verdadero.

Este virus es una figura sistémica de la globalización; no conoce fronteras, estados, lenguas, soberanías, infecta sin respetar investiduras o jerarquías. Su difusión no tiene fronteras, justamente, una pandemia. De aquí nace la necesidad de edificar límites y barreras protectoras. Pero no aquellas a las cuales la identidad de soberanía nos ha acostumbrado, sino como un gesto de solidaridad y hermandad. Si los nazis nos han enseñado a ser libres, quitándonos la libertad y obligándonos a reconquistarla, el virus, en cambio, nos enseña que la libertad no puede vivirse sin el sentido de la solidaridad, que la libertad separada de la solidaridad es pura arbitrariedad. Lo enseña paradójicamente enviándonos a nuestras casas, forzándonos a atrincherarnos, a no tocarnos, para aislarnos, confinándonos en espacios cerrados. De esta manera nos obliga a transformar nuestra idea superficial de libertad, mostrándonos que no es una prioridad del Yo, que no excluye el hecho del vínculo, sino lo supone. La liberad no es una manifestación del poder del Yo, no es liberación del Otro, pues siempre está inscrita en un vínculo. 

¿No es acaso esta la tremenda lección del Covid-19? Nadie se salva solo; mi salvación no depende solo de mis actos, sino de aquellos del Otro. ¿Pero no es acaso siempre así? ¿Necesitábamos realmente esta lección traumática para recordarlo? Si los nazis nos han enseñado la libertad, privándonos de ella, el coronavirus nos enseña el valor de la solidaridad, exponiéndonos a la impotencia inerme de nuestra existencia individual; ninguno puede existir como un Yo cerrado sobre sí mismo, porque mi libertad sin el Otro sería vana. La paradoja es que esta enseñanza se produce a través del acto necesario de nuestra retirada del mundo y de las relaciones, en el recluirnos en casa. Sobre todo, se trata de valorar el carácter altamente civil y profundamente social, por lo tanto, sumamente solidario, de este aparente “aislamiento”, que, viéndolo detenidamente, no es tal. No es solo porque el Otro siempre está presente, sea en la forma de la falta o de la ausencia, sino porque esta necesaria auto reclusión es, para quien la cumple, un acto de profunda solidaridad y no simplemente retiro fóbico-egoísta del mundo. En primer plano, no es tanto el sacrifico de nuestra libertad, sino el ejercicio pleno de la libertad en su forma más elevada. 

Ser libre en la absoluta responsabilidad que cada libertad implica, significa, en efecto, no olvidar nunca las consecuencias de nuestros actos. El acto que no toma en cuenta sus consecuencias es un acto que no contempla la responsabilidad, por lo tanto, no es un acto profundamente libre. El acto radicalmente libre es el acto que sabe asumir responsablemente todas las consecuencias. En este caso, las consecuencias de nuestros actos afectan nuestra vida, la de los demás y la del país entero. En ese sentido, nuestro bizarro aislamiento nos pone en relación, al mismo tiempo, no solo con las personas con las cuales cohabitamos materialmente, sino con los demás, con aquellos hermanos desconocidos. La tremenda lección del virus nos introduce forzosamente a la puerta estrecha de la fraternidad sin la cual, libertad e igualdad, serían palabras huecas. En este extraño y surrealista aislamiento establecemos una conexión inédita con la vida del hermano desconocido y con aquella más amplia de la polis. De esta manera, somos verdadera y plenamente sociales, verdadera y plenamente libres. 

 



* Texto publicado originalmente en el diario italiano La Repubblica, La nuova fratellanza (14 marzo 2020). Traducido al español por Camilo E. Ramírez, con autorización del autor. Publicado en México en el periódico Publimetro (18.03.2020) https://www.publimetro.com.mx/mx/estilodevida/2020/03/19/la-nueva-hermandad.html (acceso 23 de marzo 2020)
** Destacado psicoanalista italiano, profesor, escritor e investigador. Algunos de sus libros traducido al castellano: Las manos de la madre (Anagrama, 2018), Ya no es como antes: elogio del perdón en la vida amorosa (Anagrama, 2015) ¿Qué queda del padre? (Xoroi Edicions, 2015) La hora de la clase (Anagrama, 2016) El complejo de Telémaco (Anagrama, 2014) 
 

 

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Resistir al pánico*

 

Massimo Recalcati**

 

El pánico, como reacción colectiva, surge por infección psíquica y no viral. Las tropas se desordenan cuando el líder ha sido abatido; la masa reunida en una plaza se derrumba cuando se anuncia la presencia de un peligro inminente.

El cuerpo colectivo, preso del pánico, se desmiembra; la masa presa del pánico es una masa destrozada, fragmentada, extraviada. Ha perdido la ilusión de unidad, que implica sentirse cohesionada e identificada bajo el mismo signo. El pánico erosiona la solidez eufórica de la masa, regresándonos a nuestra indefensión individual.

Esto sucede, como está sucediendo en estos días, con la difusión en nuestras ciudades del coronavirus, cuando la señal de peligro se torna roja o indica una presencia extremadamente cercana de la amenaza. Y entonces, frente a dicha proximidad, una posible reacción es aquella de la irracionalidad del pánico.

Es la otra cara de la negación o del obstinado rechazo a tomar nota de la presencia del carácter objetivo del peligro. Si negar la presencia de la amenaza refleja un comportamiento de fuga y evitación de la angustia, la reacción presa del pánico termina por amplificar desmesuradamente el peligro en sí mismo.

Una multitud presa del pánico tratando de escapar de la fuente de la amenaza -por ejemplo, un incendio que sorpresivamente explota en un teatro- con su misma fuga desorganizada multiplica la gravedad del peligro del que le gustaría escapar. En otras palabras: el pánico siempre alimenta al pánico fuera de toda proporción. Esto es lo que está sucediendo con la epidemia del coronavirus.

Ello pone en evidencia la otra cara de la masa. Mientras que estar juntos, reunidos en torno a una misma pasión o un mismo ideal, infunde una sensación de identidad y de seguridad, hoy, en el tiempo del riesgo difuso del contagio, nuestro semejante se dibuja como un potencial “portador-infectado”, fuente de enfermedad y de muerte. Si, como lo ha enseñado Freud, la euforia de la masa implica la cancelación del pensamiento crítico, que favorece la regresión a una condición ilusoria de omnipotencia, el pánico colectivo se genera, en cambio, por el desmoronamiento de la masa, por su repentina pulverización, no por la omnipotencia sino por la impotencia.

La euforia provocada del sentirse parte de un cuerpo único se transforma traumáticamente en su contrario: cada individuo busca salvarse a sí mismo no viviendo más con el semejante, como sucede en la masa, como prolongación de la propia identidad, sino como su amenaza mortal. El pánico enceguece: la masa que se desmorona huyendo lo más lejos posible de la fuente de la amenaza, tiende siempre a alimentar el caos y la destrucción. El problema se complica en el caso de cada virus, por el hecho de que la fuente de la amenaza nunca se puede localizar, sino que se propaga entre nosotros de una manera impredecible.

 Lo que ahora nos espera es una gran prueba de civilidad: contener las reacciones irracionales de pánico no significa negar la gravedad de la situación, sino intentar transformar la masa agitada y perdida por el pánico en un mismo colectivo civil, capaz de reaccionar racionalmente a la amenaza que se avecina.Seguir las reglas básicas de salud indicadas por la ciencia, sin caer en el escape irracional del pánico y sin invocar medidas políticas más catastróficas que la epidemia, conlleva la difícil transformación de la emocional e irracional masa en un colectivo civil. Es una gran prueba a la que cada uno de nosotros debe comprometerse hoy: resistir a la tentación del pánico, responder a la amenaza con sentido de responsabilidad, no solo considerando el horizonte de la propia vida individual, sino advirtiendo la participación consciente en una acción civil colectiva que afecta toda la vida de nuestra comunidad. 



* Texto publicado originalmente en el diario italiano La Repubblica, Resistere al panico (23 febrero 2020). Traducido al español por Camilo E. Ramírez, con autorización del autor. Publicado en México en el periódico Publimetro, Resistir al pánico (1 marzo 2020) https://www.publimetro.com.mx/mx/estilo-vida/2020/02/29/resistir-al-panico.html

** Destacado psicoanalista italiano, profesor, escritor e investigador. Algunos de sus libros traducido al castellano: Las manos de la madre (Anagrama, 2018), Ya no es como antes: elogio del perdón en la vida amorosa (Anagrama, 2015) ¿Qué queda del padre? (Xoroi Edicions, 2015) La hora de la clase (Anagrama, 2016) El complejo de Telémaco (Anagrama, 2014)

 


 

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 Primer retrato: el deseo envidioso*

Massimo Recalcati

 

 

Nuestra galería se inaugura con el retrato del deseo envidioso. El primer retrato del deseo tiene el rostro de un niño desgarrado por los celos, excluido de la escena. Lacan lo extrae de las páginas de las Confesiones de San Agustín.

Vidi ego et expertus sum zelantem parvulum: nondum loquebatur et inteubatur pallidus amaro aspecto conlactaneum suum [Vi con mis propios ojos y conocí bien a un pequeño presa de los celos. No hablaba todavía y ya contemplaba, todo pálido y con una mirada envenenada, a su hermano de leche].[1]

Nuestro viaje se inaugura con el gesto sufriente del hermano de leche que observa su lugar ocupado por un intruso. El hermanito recién nacido puede disfrutar felizmente del seno materno, mientras el otro, se ve obligado a contemplar la escena desde el exterior. Su mirada es sufriente y rabiosa, porque el goce del pequeño recién nacido establece la exclusión del suyo. La “mirada sombría” del niño excluido del goce del seno materno es una mirada resentida. La envidia celosa lo consume. Un escalofrío sacude el cuerpo que aspira a un placer que se le suprimido traumáticamente.

El primer retrato del deseo se refiere a la herida de una exclusión. La mirada sombría de la envidia del excluido observa con dolor el goce del intruso (que había sido suyo). Lacan retrata el primer rostro del deseo a través de una escena que exalta su dimensión celosa y envidiosa. La primera manifestación del deseo tiende a asumir una conformación que encontramos frecuentemente en el mundo de los niños: el deseo infantil se manifiesta estructuralmente como deseo del objeto deseado por el otro niño. Los niños desean el objeto que posee el semejante, no por alguna cualidad inherente al objeto, por alguna propiedad especial, por su contenido, sino, exclusivamente, porque ese objeto es el objeto del deseo de otro. La ley bíblica, en la medida en que proclama su interdicción, hace eco de esta naturaleza del deseo —“no desearás los bienes ajenos”. El niño desea jugar con el juguete del otro niño, solo mientras dicho juguete captura el interés del otro. Cuando el otro deja caer el juguete, el encanto imaginario que captura el deseo, se disuelve. El juguete no posee ningún valor si no es animado por el deseo del otro. Se deja caer de las manos como un esqueleto vacío, desgastado, un desecho, una ruina, como si estuviera roto. El niño lo desea solo si alguien más lo posee. Estamos frente a una verdad antropológica: lo que anima a los objetos, haciéndolos vivos y deseables, es la pasión del deseo del otro. Todo el mundo infantil gira en torno a esta dimensión del objeto imaginario del deseo. “¡Es mío!”, “¡Es mío!”, “¡Es mío!”, resuena como un mantra maligno y repetitivo en los juegos de los niños. Pero también retorna en los de los adultos, quienes, como sucede a los niños, a menudo permanecen atascados en las arenas movedizas del deseo envidioso. Melanie Klein hablará sobre la envidia como dimensión constitutiva del deseo humano e ilustrará cómo los fantasmas de destrucción más arcaicos se arraigan en esta dimensión. Incluso, según Lacan, esta representación del deseo no puede más que hacer brotar violencia y agresión entre sí, del excluido del goce contra aquel que, en cambio, puede gozar libremente de su objeto. El deseo envidioso, como un absurdo Sísifo, está destinado a reiterar su animosidad sin paz. Por esta razón, Lacan lo llamó una “carrera sin límites” y los padres de la Iglesia definieron, no por casualidad, a la envidia como un pecado “hijo de la soberbia”, que no se satisface sino en la esperanza de “destruir los bienes del otro”. Lo sabemos bien. El deseo envidioso en sí mismo no conduce a ninguna satisfacción. Más bien es un deseo que obstaculiza la satisfacción del deseo, porque solo se nutre de la rivalidad agresiva e idealizante con el otro. El deseo envidioso elige a su objeto no solo en cuanto intruso, sino en cuanto ideal. Envidio a quién tiene y es más que yo, pero similar a mí, no muy lejano de mí; envidio a quien es la encarnación exteriorizada de mi ideal. Envidio el carácter próximo, pero inalcanzable de mi ideal. Por esta razón, el deseo envidioso está destinado a ser capturado por el columpio de la agresividad y la idealización. Como un péndulo que oscila sin cesar de una posición a la otra. Poseer el objeto del deseo del otro, poseer su juguete (su hombre o su mujer), no solo significa recuperar una propiedad, sino tomar el lugar del otro, adquirir su potencia ideal, reflejada narcisistamente por el espejo, reunirse con la propia imagen ideal, convertirse en la realización del propio ideal. Por ello, el más odiado también puede ser, en las vicisitudes del deseo envidioso, el más amado.

El deseo envidioso encierra la vida en el espejo; observar los movimientos seductores de nuestro ideal reflejado sin jamás poder alcanzarlo, daña la vida y la consigna a un resentimiento rabioso e impotente. La vida que se consume en el espejo es la vida que se pierde en la propia alienación imaginaria, es la vida que persigue un ideal siempre arrebatado, y como consecuencia, vive el deseo como una enfermedad. La vida del envidioso es una vida vacía, atormentada, expuesta a la pereza, como sabiamente lo sentenciaron los padres de la Iglesia. La clínica psicoanalítica bien lo sabe: la destrucción, las rivalidades mortales, la agresividad y los fantasmas sádicos masoquistas, definen la mezcla entre el deseo envidioso y la dimensión de la agresividad humana.

El deseo en su versión imaginaria, en su declinación radicalmente infantil, es deseo del objeto deseado por el otro, del objeto del deseo del otro, es deseo de tomar el lugar del otro, deseo de ser su imagen ideal. En un primer plano no solo está la herida de la exclusión y el fantasma del intruso, sino el proceso de idealización que eleva al otro envidiado a imagen (falsa) de nuestra potencia. El deseo envidioso no soporta la mirada de satisfacción de los demás, porque le gustaría ser ese otro que se realiza vitalmente, mientras que su vida —la vida del envidioso— permanece lejana de la satisfacción, lejana de la realización de su deseo, una vida lejana de la vida. Por ello, Lacan ha podido afirmar, que, en el fondo, el deseo envidioso no es envidia de nada, de ningún objeto, sino envidia de la vida, de la vida misma del otro.[2]

¿Cómo nos liberamos de esta pasión celosa y agotadora? ¿Cómo se le puede poner fin al columpio imaginario del deseo? ¿Cómo se sale del túnel del tormento impotente de la envidia? Debemos llegar al segundo retrato para encontrar respuestas a estas preguntas.



*Capítulo contenido en el libro Los retratos del deseo de Massimo Recalcati, traducido al español por Camilo E. Ramírez Garza, publicado en la editorial México: Paradiso Editores, 2023.

[1] Jacques Lacan, "La agresividad en psicoanálisis", en Escritos 1, México, Siglo XXI, pp. 107-108.

[2] Véase: Jacques Lacan, El Seminario. Libro 7. La ética del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 1998, pp. 284-285.